Miedo a los cuartos iluminados

Alicia Escobedo

Ella no le temía a la oscuridad. Pasó la temporada de auroras boreales encerrada en cuatro paredes, atiborradas de trampas para sueños. Aprendió a moverse con cuidado para no caer en el dolor, a callar para evitar castigos, a esconderse entre las sombras para no ser vista. Cobijada sólo por la nieve, conoció una falsa calidez, la que no es traída por el sol, era la tibieza que sólo venía de sus adentros, la que producía su sangre con el mero afán de sobrevivir. 

Escapó. Pasaron seis meses antes que lo lograra. Lo hizo después de mantenerse sentada en un rincón, tratando de aclarar la vista para analizar la salida. De pronto, un destello se metió por una esquina raída del cuarto, carcomida por la humedad del hielo derretido. Ella lo observaba de lejos, sin saber qué era, se quedaba inmóvil y supo en esos momentos cómo era sentirse alegre.

Contó el tiempo como pudo. Un minuto equivalía a sesenta bombeos de sus venas. Una hora eran cuarenta pestañeos con los ojos descansados. Llegaba la medianoche tras cien bostezos, tras quinientas lágrimas. Y cuando el corazón retumbó más de un millón de ocasiones sabía que era el tiempo preciso.

Bailó hacia el tímido emisor de luz, esquivando los artefactos, evadiendo los gritos del captor que estaba en la habitación contigua, el que no pudo alcanzarla, porque ella ya había aumentado la velocidad y la pericia más allá de lo que él podía sostener entre sus manos y más de lo que podían perseguir sus piernas débiles, achacosas, venenosas.

El cielo la golpeó al salir. Su alrededor era una habitación resplandeciente de verdes reptilianos, de rosas imposibles, de blancos cegadores. Ninguno de esos tonos logró distinguirlos a la primera mirada. Estaba aterrada por lo desconocido. Corrió hasta que el frío y la gravedad la tumbaron. No pudo huir. Realmente no quiso hacerlo.

Pero al ver que el calor de las estrellas no la hería como las trampas en el suelo del cuarto, cuando no hubo gritos que la alcanzaran, ni llantos que la aturdieran, no le quedó más que observar y esperar. Disfrutó de los rayos que la visitaban de vez en vez para arroparla, para escucharla. Vivió los colores desconocidos que nadie más le quiso mostrar. Sintió paz. Sintió escalofríos. Dejó que su cuerpo dejara de marcar como máquina, dejó que sonara a su propio ritmo. Hasta que sintió tranquilidad dentro de ella, decidió abrir los ojos. Poco a poco, no sólo dejó de temerle a aquél cuarto iluminado, sino que empezó a quererlo.


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