Las concesiones de la amistad (Ensayo)
Hace unos meses me enteré que la madre de mi mejor amiga de la secundaria tenía más de un año de haber muerto. Lo más ingrato es que lo leí en una publicación de una red social, el único contacto que tuve con ella por mucho tiempo y por el que ambas sabíamos que la otra, a quien solíamos llamar incluso "hermana", seguía existiendo.
Vergüenza fue una palabra pequeña para definir lo que sentí cuando supe la noticia. No sólo por saber que la que fue mi madre adoptiva ya no estaba, sino porque me di cuenta de lo mucho que me he alejado de mi amiga y de lo mucho que he dejado esa relación a la deriva.
Ella también me ha relegado, no sabe en dónde trabajo ni si he sufrido durante más de 6 años en los que no nos hemos reunido. Y así, pese a que hemos perdido contacto, nos sentimos cómodas al saber que la otra estuvo y está ahí. Seguimos llamándonos amigas, aunque hemos sido pésimas compañeras de camino.
En contraste, a quien consideré una gran amiga después, desapareció en mi cumpleaños, el día más especial para mí. Habíamos quedado de vernos y simplemente decidió no presentarse ni avisar. Ella, quien siempre había estado, se esfumó tras un rompimiento con su pareja del que, al parecer, yo también pagué el plato porque no me dejó estar a su lado ni quiso estar en el mío. Intentó buscarme más tarde cuando el oleaje de sus sentimientos llegó a la calma, con un mensaje simple sin decir un"perdón". No la odio, no puedo hacerlo, y por eso tal vez, cuando mi orgullo se vaya intentaré disculparla.
Con el espíritu aplastado al darme cuenta que era una pésima amiga y que habían sido igual de malas conmigo comencé a preguntarme: ¿Qué tiene la amistad que nos provoca amar a la otra/al otro pese a que nos haya fallado en los momentos más esenciales? ¿Por qué no podemos abandonar o cortar el lazo con los amigos de la misma manera que lo hacemos con una pareja e incluso con la familia? ¿No estaremos sobrevalorando ese concepto?
Por supuesto que hay amigos que se pelean, que dejan de hablarse incluso terminan siendo rivales. Otros que olvidan fácilmente y habrá quien se defina un apestado y nunca haya considerado a nadie como amigo. O quien asegure que la amistad no existe y repita la frase del dramaturgo español Enrique Jardiel Poncela: "La amistad, como el diluvio universal, es un fenómeno del que todo el mundo habla, pero que nadie ha visto con sus ojos".
Pero por lo general por los amigos hacemos lo que por nadie: estamos dispuestos a ser leales, a ser puntuales o pacientes, estamos ahí nadando en mares de lágrimas cuando necesitan hacerlo. Ellos son invitados a nuestros momentos más valiosos, saben que no necesitan invitación y conocen perfectamente si preferimos el helado de chocolate que el pastel de tres leches, si dormimos sin calcetines y si la tía se llama Martha, Rosa o Clara.
Les aguantamos que fallen una y otra vez. Mientras que el libro implícito de las relaciones interpersonales, que tratamos casi como a la Biblia, tiene por mandamiento "Pondrás el dicho del amigo por encima de los de tu novia, o tu tío" o "Amarás a tu amigo casi como a ti mismo". Quizá por eso también se nos ha vendido a los cristianos y católicos -entre otros-, que Dios es nuestro amigo.
Las amigas llegan, muchas veces, de manera espontánea, y se adhieren a nuestras vidas sin necesidad de que nada se fuerce. No tememos mostrarnos con ellas porque tampoco tememos que huyan de nosotros. No hay esa necesidad de aprehensión, por sí mismas están y por si mismas se van sin realmente irse.
Como el zorro de El Principito. Son importantes porque llegaron y los hicimos nuestros. La diferencia aquí, es que un amigo puede ser indomesticable. Nunca los poseemos, ellos siempre siguen su recorrido. Podremos igualar el paso de la amiga unos metros, o unos años, seguirla en su camino o caminar juntas por un tiempo hacia un mismo fin como Gilgamesh y Enkindu. Pero en algún momento uno se irá, morirá como Ekindu, y nuestro Gilgamesh interno debe continuar. Y así, tras seguir nuestro propósito buscaremos que Ekindu reviva y se vuelva a unir a nuestra epopeya.
Dicen las frases de redes que un verdadero amigo no se va. La verdad es que sí lo hacen, se van, pero vuelven a donde hubo algo genuino, donde los recibieron sin que hubiera obligación (como con la familia), sexo (como con una pareja) o dinero (como el trabajo) de por medio. Volverán, como la sangre a la herida: sin esperar a que la llamen, - como dijo Francisco de Quevedo, escritor español-.
¿Le estaremos dando concesiones de más a la amistad? Se las estamos dando sin duda. ¿Por qué? Porque la amistad está mucho más cerca del idilio de la libertad que cualquier otro tipo de concepto. Porque en el fondo, nos gustaría poder ir y venir con las personas y conservar ese cariño sin rencores ni reclamos. Porque queremos que nos exijan poco para sentirnos cómodos y querer estar. Porque, como dice su etimología griega: los amigos son un yo, sin serlo. Y como lo refiere su etimología latina, es como el amor, en su mayor expresión. Porque no hay forma de no amar a quien conserva una parte de nuestros recuerdos y de nuestra alma. Porque más allá de la muerte, del orgullo, y de la pasión, está la amistad.
Vergüenza fue una palabra pequeña para definir lo que sentí cuando supe la noticia. No sólo por saber que la que fue mi madre adoptiva ya no estaba, sino porque me di cuenta de lo mucho que me he alejado de mi amiga y de lo mucho que he dejado esa relación a la deriva.
Ella también me ha relegado, no sabe en dónde trabajo ni si he sufrido durante más de 6 años en los que no nos hemos reunido. Y así, pese a que hemos perdido contacto, nos sentimos cómodas al saber que la otra estuvo y está ahí. Seguimos llamándonos amigas, aunque hemos sido pésimas compañeras de camino.
En contraste, a quien consideré una gran amiga después, desapareció en mi cumpleaños, el día más especial para mí. Habíamos quedado de vernos y simplemente decidió no presentarse ni avisar. Ella, quien siempre había estado, se esfumó tras un rompimiento con su pareja del que, al parecer, yo también pagué el plato porque no me dejó estar a su lado ni quiso estar en el mío. Intentó buscarme más tarde cuando el oleaje de sus sentimientos llegó a la calma, con un mensaje simple sin decir un"perdón". No la odio, no puedo hacerlo, y por eso tal vez, cuando mi orgullo se vaya intentaré disculparla.
Con el espíritu aplastado al darme cuenta que era una pésima amiga y que habían sido igual de malas conmigo comencé a preguntarme: ¿Qué tiene la amistad que nos provoca amar a la otra/al otro pese a que nos haya fallado en los momentos más esenciales? ¿Por qué no podemos abandonar o cortar el lazo con los amigos de la misma manera que lo hacemos con una pareja e incluso con la familia? ¿No estaremos sobrevalorando ese concepto?
Por supuesto que hay amigos que se pelean, que dejan de hablarse incluso terminan siendo rivales. Otros que olvidan fácilmente y habrá quien se defina un apestado y nunca haya considerado a nadie como amigo. O quien asegure que la amistad no existe y repita la frase del dramaturgo español Enrique Jardiel Poncela: "La amistad, como el diluvio universal, es un fenómeno del que todo el mundo habla, pero que nadie ha visto con sus ojos".
Pero por lo general por los amigos hacemos lo que por nadie: estamos dispuestos a ser leales, a ser puntuales o pacientes, estamos ahí nadando en mares de lágrimas cuando necesitan hacerlo. Ellos son invitados a nuestros momentos más valiosos, saben que no necesitan invitación y conocen perfectamente si preferimos el helado de chocolate que el pastel de tres leches, si dormimos sin calcetines y si la tía se llama Martha, Rosa o Clara.
Les aguantamos que fallen una y otra vez. Mientras que el libro implícito de las relaciones interpersonales, que tratamos casi como a la Biblia, tiene por mandamiento "Pondrás el dicho del amigo por encima de los de tu novia, o tu tío" o "Amarás a tu amigo casi como a ti mismo". Quizá por eso también se nos ha vendido a los cristianos y católicos -entre otros-, que Dios es nuestro amigo.
Las amigas llegan, muchas veces, de manera espontánea, y se adhieren a nuestras vidas sin necesidad de que nada se fuerce. No tememos mostrarnos con ellas porque tampoco tememos que huyan de nosotros. No hay esa necesidad de aprehensión, por sí mismas están y por si mismas se van sin realmente irse.
Como el zorro de El Principito. Son importantes porque llegaron y los hicimos nuestros. La diferencia aquí, es que un amigo puede ser indomesticable. Nunca los poseemos, ellos siempre siguen su recorrido. Podremos igualar el paso de la amiga unos metros, o unos años, seguirla en su camino o caminar juntas por un tiempo hacia un mismo fin como Gilgamesh y Enkindu. Pero en algún momento uno se irá, morirá como Ekindu, y nuestro Gilgamesh interno debe continuar. Y así, tras seguir nuestro propósito buscaremos que Ekindu reviva y se vuelva a unir a nuestra epopeya.
Dicen las frases de redes que un verdadero amigo no se va. La verdad es que sí lo hacen, se van, pero vuelven a donde hubo algo genuino, donde los recibieron sin que hubiera obligación (como con la familia), sexo (como con una pareja) o dinero (como el trabajo) de por medio. Volverán, como la sangre a la herida: sin esperar a que la llamen, - como dijo Francisco de Quevedo, escritor español-.
¿Le estaremos dando concesiones de más a la amistad? Se las estamos dando sin duda. ¿Por qué? Porque la amistad está mucho más cerca del idilio de la libertad que cualquier otro tipo de concepto. Porque en el fondo, nos gustaría poder ir y venir con las personas y conservar ese cariño sin rencores ni reclamos. Porque queremos que nos exijan poco para sentirnos cómodos y querer estar. Porque, como dice su etimología griega: los amigos son un yo, sin serlo. Y como lo refiere su etimología latina, es como el amor, en su mayor expresión. Porque no hay forma de no amar a quien conserva una parte de nuestros recuerdos y de nuestra alma. Porque más allá de la muerte, del orgullo, y de la pasión, está la amistad.
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