Tantas muertes

Alicia Escobedo

"Hay muchos tipos de muertes, hay tantas formas de morir", me dijo Pablo, un ex recluso que era integrante de las brigadas de Protección Civil en la prisión. Él lo sabía mejor que nadie: había visto morir a tantos internos picados, golpeados, suicidados. Intentó salvar a muchos, pero no pudo. Otros de sus amigos -me dijo- aunque estaban vivos, sufrieron más crímenes internos de los que cualquier ser vivo pudiera soportar: murió su familia, sus ganas de vivir, de tener libertad, de amar. Con cada una de las vidas perdidas, se moría a pedacitos la inocencia de Pablo, pero no su esperanza de salir adelante.

Todos los días, casi, veo muerto a alguien. Un arrollado, un baleado, un acuchillado, otro feminicidio. Veo como, en ciertas zonas, la muerte del cuerpo es tan normal que casi casi "un lugar de los hechos" es un sitio de convivencia. Tras el cordón de seguridad que ponen los policías, "El Pelón" saluda a "El Huesos" y se alegra de verlo porque no ha colgado los tenis, se alegra porque el cuerpo del que ve tirado es del otro, el de a lado, el que no era su valedor.

Hoy, a dos días de que lance su último suspiro el 2017, pienso en todo lo que ha muerto dentro y fuera de mí. Todos los ciclos que he ejecutado, los que murieron por si solos y a los que me arrebataron a fuerza, como los delincuentes de los que leo y trabajo a diario.

Primero, para mí la muerte no es algo "a lo que estoy acostumbrada", así como si nada. Me toca ver las muertes que llegan tras factores externos: una enfermedad, un accidente, un fallo, la ejecuta alguien, o por la fuerza de quien decide ya no vivir. Todas ellas dolorosas. Pocos mueren acostados en su cama con plenitud y paz. Para mí la muerte no es una salida. No es un lamento ni una celebración. Si me gusta el Día de Muertos, no es porque me agrade oír que muchos se han ido, sino porque trae recuerdos de las distintas vidas y un festejo de los que aún están aquí. Para mí la muerte se respeta, se llora y se carga con un homenaje luctuoso: triste, doloroso, pero de pie, sin tragedia.

Las muertes internas no son la excepción. Si se muere una idea o un pensamiento no es casualidad. Alguien o nosotros mismos los matamos.

Murió este año mi decidia por sacar mi grado de Licenciatura. Yo lo maté cuando ya por fin acudí y vencí a  la burocracia en una batalla campal, creo. Murió mi miedo al trabajo, a fallar, a no hacer las cosas bien, a no ser la mejor. Me lo mataron las circunstancias porque me obligaron a errar y a aguantarme ante el duelo de no ser perfecta. Murió mi tranquilidad, se suicidó no sé cuándo y me trajo una serie de rasgos ansiosos que llegan de vez en vez como cobradores de seguros: igual de incisivos, costosos, de inoportunos, de inexactos y de tramposos.

Vi sin vida, en vía pública, mi credulidad, me la mataron pequeñas mentiras: siempre supe que no era la mejor, la más linda, la más deseable, la más lista. Intentaba mantenerla viva, con el oxígeno del autoengaño, pero se acabó.

Fue asesinada con varias heridas de arma blanca la aceptación a mis horribles horarios, me la mataron tantos reclamos que duelen como cuchillos.

Mi esperanza de encontrar el cariño genuino -el que tenía miedo, pero prefería vencerlo con tal de estar, el que no quería irse, el que aceptaba todos los términos y condiciones sin quejas ni sugerencias-. Se lanzó al vacío desde la parte más alta del edificio de una librería, y se estrelló en el piso un día. Duró varios meses en coma, pero aún no quiere despertar.

Mi amabilidad está en una de las etapas terminales de un cáncer. A veces con las quimios suelo decir aún: "buenos días", "qué necesitas", "claro que sí, como tú quieras, muchas gracias". Pero a veces los moretones y la caída de cabello son más evidentes. Vomité con sangre un "cállate", un "te vale madre" y un "lo odio". Y ese rasgo fue el que me representa mayor duelo, porque siempre había formado parte de mi esencia, de mi alma, de mí. Ojalá pueda vencer la enfermedad, voy dispuesta a acudir hasta homeópatas para destruir el tumor de la amargura.

Mi rechazo al drama fue maniatado, arrojado a un terreno baldío sin zapatos. Esta frase es la mayor prueba de ello.

Mi amor también está en las últimas tras algo que no sé si fue una riña, un enfrentamiento o un linchamiento. Quedó con los párpados hinchados y los huesos rotos. Las heridas superan los 30 días, según un dictamen pericial. Fueron lesiones dolosas. Como en todas las agresiones tumultuarias, la gente ve al supuesto delincuente, asegura lo que hizo, lo medio mata sin preguntarse, se enoja si alguien lo rescata y se siente orgullosa de la acción violenta.

Yo misma he estado ahí, linchando ese corazón, que tras creer que me hirió, lo golpee con todas mis fuerzas. Pero orgullosa no estoy, podría entregarme ante el Ministerio Público para ser vinculada a proceso.

"Hace falta muchos golpes para romper un corazón enamorado, hacen falta muchos golpes para que los ojos dejen de mirar desde el corazón, pero un día cuando se quiebra ya no se puede volver a recomponer y a partir de ahí se queda la razón, la razón que trae la desconfianza y de la desconfianza al odio sólo hay un paso", hoy oí en una serie española -Las Chicas del Cable-. He recibido tantos. Falta el de gracia, el cual ya espero sentada.

Mis ganas de salir  divertirme fueron privadas de su libertad y reciben tortura todos los días de mis pensamientos plagiarios.

¿Qué más morirá el 2018? ¿Qué artefacto explosivo vendrá los próximos días? ¿Otro temblor que ya de plano me derrumbe? ¿Es posible que algo fallecido reviva, renazca, se transforme? Tengo miedo, ese no se va y se niega a aventar la toalla. Ese es el que debió morir hace muchos años, pero se niega a irse, tiene cadena perpetua en mi cuerpo.

Ojalá pueda quitar la Alerta Ámber de mi esperanza, que me ayude a poner pedacito por pedacito mi inocencia, mis ganas de vivir, el cariño de mi familia, de tener libertad y de amarme de nuevo, de seguir mis homenajes sin tanta tragedia y que así como Pablo, yo pueda salir adelante con mis tantas muertes.



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