Repentino y Cautela (II)

CAUTELA

Alicia Escobedo

La melodía que tanto se había tardado en escoger para su alarma el día anterior sonó desde el buró de su cuarto, pero Cautela aún permanecía inmóvil. Ella siempre esperaba unos segundos antes de abrir los ojos, porque quería asegurarse que no seguía soñando. Despegó un párpado y luego el otro, tan lento que sentía como se despegaban entre sí sus pestañas superiores e inferiores. Aún acostada, contemplaba la negrura de una mañana envuelta en una cortina negra. Inhaló con calma, exhaló sin ganas y lo repitió en al menos cinco ocasiones. Faltaba reunir fuerzas para poner su espalda erguida y decirle al mundo: buen día.

Deslizó el cobertor, después la cobija y dejó al final la sábana. Le temía al frío. Se puso los calcetines que tenía al pie de su cama y cuidó de levantarse, como siempre, con el pie derecho, no vaya a ser la mala suerte. Vio los números del relój en la pared, se quedó como hipnotizada en el 8, lo dibujaba con la mirada. Sabía que a esa hora ya debía estar debajo para desayunar, pero no quiso precipitarse. Se quitó el calzoncillo aguado y la playera enorme y en cada movimiento, por pequeño que fuera lanzaba un bostezo. 

Contó los pasos hacia el baño desde la frontera de su cuarto. Doce. Se plantó al pie de la regadera y puso una cubeta debajo, porque según Cautela cada gota vale igual que cada lágrima, y ella no era de esas que le gustaba desperdiciar el llanto por ahí. Derramar, pensaba, debe traer consigo razones, y no había razones para escuchar como se iba su tristeza por la coladera. 

Miró la cubeta llena hasta la primera línea. El agua le trajo el recuerdo de Repentino: lo mucho que se movía, que nunca estaba quieto, nunca dejaba de pensar, ni de sentir. Nunca dejaba de hablar y no pensaba cuando lo hacía. Corría más lento el agua que cada locura de su amado. Él era como el chorro que caía sin tener la temperatura bien regulada: pesado y frío como la primera abertura y de la nada se ponía cada vez más caliente. A veces, reflexionó Cautela, él quemaba más que el agua hirviendo y rió con la analogía. Su recuerdo se elevaba junto con el vapor, y negándose a abandonar el cuarto del baño, se impregnaba en los cristales y en el espejo, nublando el reflejo de Cautela. 

Talló cada parte de su cuerpo deseando que él estuviera ahí y la contemplara. Deslizó la yema de su dedo por su ombligo, ablandada por el jabón y arrugada a falta de su sebo natural y recordó cómo él tocaba esa cicatriz maternal con gracia y reía abruptamente avergonzándola un poco. Desenredó casi cabello con cabello lleno de champú, y lo enrolló y lo puso detrás de su nuca, a modo de chongo, justo como a él le gustaba. Luego lo soltó y lo despeinó como a ella prefería. Se dio tiempo de reír otro poco, y aunque los minutos corrían sin piedad, ella esperaba tener un juicio justo en el momento que la reprendieran por llegar tarde. 

Secó una gota, otra, y revisó que entre las ocho uniones de sus dedos no hubiera humedad. Recordó el 8 del relój, que ya se había ido para hacerse un 9. Tomó prenda por prenda: la pantimedia, el sostén, las medias, las calcetas, se puso crema y desodorante, primero derecha -siempre derecha primero- y luego la izquierda. Metió con cuidado la cabeza en el vestido, esperando que no se atorara a la mitad del busto, como siempre. 

Ya envuelta en ropa, como si tuviera pudor de que la vieran, buscó su teléfono. Respiró. Sabía que era el último momento de tomárselo todo con calma. Esperó que ese movimiento de su dedo la llevara a mil aventuras y la convirtiera de un viento calmo a un remolino. Escuchó el primer tono, sabía que ese no sería tomado en cuenta y aguardó al segundo. 

Él contestó. 

Sabía que ninguna melodía de piano se escucharía mejor el retumbar como tambor de aquélla voz. Y de pronto es como su hubiera un montón de ruido en su cabeza, sus pupilas no esperaron a nada y se hicieron gordas de golpe. Los párpados se abrieron tanto que sus pestañas superiores se pegaron con las cejas. Notó que la mañana era más brillante y la luz de la ventana le dio una cachetada. No podía respirar. El desodorante no pudo contener el derrame de sus gládulas sudoríparas. Ella sabía que no era un desperdicio. Los dientes se le asomaron de la nada. 

Sonrió. 

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